lunes, abril 13, 2020

La Superheroína del barrio

Que tu jefa te llame a las diez de la noche de un sábado no es habitual, pero tampoco lo es pasar semanas encerrado en casa sin apenas poder salir, trabajando a distancia, más bien viendo como tu trabajo languidece con casi todo cerrado. 

No es que no hubiera trabajo, al contrario, pero como Penélope mientras esperaba el regreso de Ulises, cada día se programaban planes y acciones de vuelta la normalidad para tener que deshacerlos y hacerlos de nuevo con cada nueva vuelta de tuerca en los acontecimientos o el último anuncio del Gobierno.

“Tus compañeras y tú os incorporáis mañana para echar una mano en el supermercado”, dijo mi jefa entre medias de un discurso de grandes palabras en el que hablaba de solidaridad con la empresa y de estar más unidos que nunca. Con más de media España encerrada en su casa, resultaba irónico que algunos tuvieran más trabajo que nunca y que su quehacer diario fuera tan importante para todos.
En resumen, además de seguir haciendo mi trabajo, iba a hacer seis horas más en un desempeño que jamás hubiera podido imaginar que haría: atendiendo la caja y reponiendo la mercancía en un supermercado. 

Extrañamente, me sentí feliz cuando salí de casa al día siguiente y todos los demás días desde aquel. Me sentí útil en un momento muy difícil; sentí que estaba contribuyendo a sostenernos a todos con mi pequeña aportación. Puede que no estuviera en la primera línea del personal sanitario, pero mi trabajo en el abastecimiento de la población era igualmente fundamental.

Además, con algunos clientes ejercía de psicóloga. Es increíble cómo puedes conocer a la gente en apenas unos minutos mientras pasas por el lector de barras su compra. Para muchos, especialmente personas mayores que viven solas, mi conversación era quizá la única que iban a tener en todo el día. La mayoría de ellos no llegaban a sus casas conectadas y se ponían a hacer videollamadas o a disfrutaban de su televisión bajo demanda.

Los había también que ni daban los buenos días, como si también la alegría o aún la educación nos hubieran sido vetadas, pero no era lo habitual. 

Unos cuantos, de manera imprudente, salían todos los días pero otros mantenían una disciplina alemana. Como aquel hombre que superaba los 70 años y que me confesó que salía cada 10 días. El buen hombre, soltero empedernido, me confesó que,  a su edad, se había visto obligado a aprender a cocinar, ya que estaba acostumbrado a comer y cenar fuera de casa. “Con todo esto me voy a hacer unas lentejas, ya veremos qué tal me quedan”. 

Y por supuesto estaban los que agudizaban la picaresca. Uno me propuso un trueque: un paquete de jamón ibérico por una mascarilla. Ante mi negativa, subió la oferta a dos paquetes. El mercado, amigo.

A las tres acababa mi turno y muchos días aprovechaba para llevarme lo que pudiera necesitar de compra para casa. Y allí me iba de vuelta, cargadas mis manos con bolsas y mi corazón de satisfacción. Al llegar a casa me quitaba el disfraz, la mascarilla, los guantes, la ropa a lavar, desinfectar todo.

Un día más, un día menos.  

No hay comentarios: