David se despertó empapado en sudor. Había soñado que estaba
en una guerra, rodeado de enemigos, refugiado a duras penas detrás de un
matorral. Oía como los disparos estaban cada vez más cerca, lo iban a descubrir
y sentía que nadie vendría a socorrerle, ni sus compañeros ni sus superiores.
Estaba solo.
Entró al trabajo a la
hora habitual, el hall de la comisaría estaba abarrotado. Solo en los últimos
días se había abierto la mano para que los policías municipales empezaran a
poder cogerse vacaciones porque, hasta entonces y todavía, la consigna era que
se viera al mayor número de agentes en la calle. Las condiciones de seguridad
en el trabajo eran algo secundario, solo importaba transmitir buena imagen.

Allí reunidos, el mando comenzó la charla habitual y les dio
una noticia largamente esperada. Habían llegado por fin las mascarillas
reutilizables de grafeno. Salvo por alguna donación desinteresada de
particulares, los primeros 15 días desde que se había declarado el Estado de
Alarma tuvieron que hacer su trabajo sin
ningún tipo de protección, mientras que los siguientes 20 sobrevivieron con una mascarilla quirúrgica a
la semana. Este tipo de mascarilla protegía a los demás de ti, pero no a ti
mismo y la recomendación era la de un solo uso por actuación. Poco a poco se
hacían progresos, pero no al ritmo deseable.
Mientras el mando hablaba su mente se evadió. Comenzó a
pensar en lo vivido estas últimas semanas. El 80% del trabajo eran molestias
vecinales y quejas por ruido. Entre el resto de actuaciones destacaban la apertura
de domicilios de personas que pedían auxilio o que no contestaban a la llamada
de los servicios sociales. Eran los
momentos más delicados porque, una vez dentro de la casa, no había más remedio
que estar cerca de las personas que allí residían e incluso había que tocarlas
para poder darles ayuda.
También controlaban que se respetaba el Estado de Alarma, por supuesto. David era un convencido de que las medidas tan duras que se habían impuesto eran fundamentales. De hecho, desde que se había reactivado tenuemente la actividad tras la Semana Santa, se veían muchos más coches en los controles. Era una tarea fundamental que nos protegía a todos pero demasiadas veces incomprendida. Poco a poco la gente iba concienciándose pero todavía tenían que hacer mucha labor de mediación con ciudadanos que no entendían, por ejemplo, que no se podía hacer obra en casa o que sacar a al perro a 5 km de casa no estaba permitido.
Después, como siempre, quedaba al criterio del policía ser
más estricto o menos. David creía que la mayoría era bastante indulgente con
muchas personas porque era imposible demostrar muchas veces si la historia que
le contaban era real o inventada y si se sancionaba luego es que la policía
solo está para poner multas…
También había momentos buenos, como cuando realizaban alguna
actuación en ayuda de una persona en apuros y los vecinos les aplaudían y no
habían sido pocos los que les habían dado las gracias por su labor cuando se
cruzaban con ellos por la calle. La última iniciativa que habían puesto en
marcha permitía que los padres apuntaran el cumpleaños de sus hijos. La fecha señalada, la mayoría de unidades
disponibles acudían a su domicilio a felicitarlo desde los coches con música y
así hacían un poco distinto un día que, hasta hace pocas semanas, ese niño habría
imaginado de una forma muy diferente.
Aunque, sin duda, el mejor momento del día era cuando se
acercaban las 8 de la tarde y todos los cuerpos de seguridad acudían al
hospital No es que hubiera mucha unión
entre los distintos cuerpos pero, para los aplausos en el centro de salud,
quedaban todos un poco antes en un punto para ir con las sirenas como si fueran
uno a rendir homenaje a los médicos.
Se acordó de su sueño y le vino a la mente una pregunta que
llevaba varios días rondándole por la cabeza. ¿Por qué el Ministerio del
Interior no consideraba a la policía como grupo de riesgo? Entendería y
agradecería la honradez de decir que no había mascarillas para todos o que estaban
priorizando a los sanitarios, lo que fuera, menos que les dijeran que no corrían
ningún riesgo cuando tenían que acudir a un domicilio porque una persona mayor
pedía auxilio, cuando había un caso de violencia de género o cuando daban con
una persona en la calle que se ponía agresivo porque no le daba la gana
confinarse en su casa.
El mando había terminado de hablar. La mirada de David se
cruzó con la de su compañero y comenzaron a andar uno al lado del otro de camino
a la calle. En su movimiento acompasado había cierto aire de soldados veteranos,
que hacen su trabajo por profesionalidad y compromiso consigo mismos y con toda
aquella gente que, en aquellos días, cumplía con su deber sin esperar nada a
cambio.
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