Que tu jefa te llame a las diez de la noche de un sábado no
es habitual, pero tampoco lo es pasar semanas encerrado en casa sin apenas
poder salir, trabajando a distancia, más bien viendo como tu trabajo languidece
con casi todo cerrado.
No es que no hubiera trabajo, al contrario, pero como
Penélope mientras esperaba el regreso de Ulises, cada día se programaban planes
y acciones de vuelta la normalidad para tener que deshacerlos y hacerlos de
nuevo con cada nueva vuelta de tuerca en los acontecimientos o el último
anuncio del Gobierno.
“Tus compañeras y tú os incorporáis mañana para echar una
mano en el supermercado”, dijo mi jefa entre medias de un discurso de grandes
palabras en el que hablaba de solidaridad con la empresa y de estar más unidos
que nunca. Con más de media España encerrada en su casa, resultaba irónico que
algunos tuvieran más trabajo que nunca y que su quehacer diario fuera tan
importante para todos.
En resumen, además de seguir haciendo mi trabajo, iba a hacer
seis horas más en un desempeño que jamás hubiera podido imaginar que haría:
atendiendo la caja y reponiendo la mercancía en un supermercado.
Extrañamente, me sentí feliz cuando salí de casa al día
siguiente y todos los demás días desde aquel. Me sentí útil en un momento muy
difícil; sentí que estaba contribuyendo a sostenernos a todos con mi pequeña
aportación. Puede que no estuviera en la primera línea del personal sanitario,
pero mi trabajo en el abastecimiento de la población era igualmente
fundamental.
Además, con algunos clientes ejercía de psicóloga. Es increíble cómo puedes conocer a la gente en apenas unos
minutos mientras pasas por el lector de barras su compra. Para muchos,
especialmente personas mayores que viven solas, mi conversación era quizá la
única que iban a tener en todo el día. La mayoría de ellos no llegaban a sus
casas conectadas y se ponían a hacer videollamadas o a disfrutaban de su
televisión bajo demanda.
Los había también que ni daban los buenos días, como si
también la alegría o aún la educación nos hubieran sido vetadas, pero no era lo
habitual.
Unos cuantos, de manera imprudente, salían todos los días
pero otros mantenían una disciplina alemana. Como aquel hombre que superaba los
70 años y que me confesó que salía cada 10 días. El buen hombre, soltero
empedernido, me confesó que,
a su edad,
se había visto obligado a aprender a cocinar, ya que estaba acostumbrado a
comer y cenar fuera de casa. “Con todo esto me voy a hacer unas lentejas, ya
veremos qué tal me quedan”.
Y por supuesto estaban los que agudizaban la picaresca. Uno me
propuso un trueque: un paquete de jamón ibérico por una mascarilla. Ante mi
negativa, subió la oferta a dos paquetes. El mercado, amigo.
A las tres acababa mi turno y muchos días aprovechaba para
llevarme lo que pudiera necesitar de compra para casa. Y allí me iba de vuelta,
cargadas mis manos con bolsas y mi corazón de satisfacción. Al llegar a casa me quitaba el disfraz, la mascarilla, los guantes, la ropa a lavar, desinfectar todo.
Un día más, un día
menos.